La cena fue tan divertida como siempre o incluso un poco más, porque los camareros las hacían cumplidos y ligaban con ellas, algo que en el restaurante de Isaac era impensable. Bebieron champán para celebrar las buenas noticias y tras un par de cócteles decidieron irse a casa. Pero esa noche también era una novedad, el prometido de Sara no estaba en la ciudad y las chicas decidieron hacer una fiesta de pijamas en su casa.
Isaac vio amanecer frente al portal de la casa de Marta, no se lo podía creer… dos viernes seguidos que ella llegaba acompañada o directamente no llegaba. ¿Dónde estaría esa inconsciente? Si tenía que ir a recogerla a algún hospital se iba a cabrear mucho con ella, incluso es posible que la atase a su cama y no la dejase marchar. Cuando las imágenes que se le reproducían en la cabeza casi le hacen llorar, decidió que no podía soportarlo más. Esa mujer iba a acabar con él.
Sara estaba encantada por tener a sus amigas a su lado, le recordaba tanto a los años que compartieron piso que tal y como hacía entonces, les preparó unas tortitas americanas, unos cafés bien cargados y fruta pelada y cortada. Le encantaba cuidar de sus amigas.
– ¡Es como volver a la universidad! — exclamó Lucía entrando en la cocina y besando en la mejilla a su amiga
– No por Dios… — se lamentó Marta en un susurro
Tenían unos planes geniales para el día, lo primero era acudir a la cita con un agente de seguros para renovar el seguro del piso que iban a comprar y después pasarían toda la tarde de compras.
Se ducharon después de desayunar entre risas y se arreglaron para ir a comerse la ciudad. Llegaron a la oficina de la correduría riendo y haciendo bromas. Una agradable mujer les indicó que tomasen asiento en la sala de espera hasta que un agente estuviese libre para atenderlas.
Lucía y Marta estaban encantadas con la idea de tener su propia casa, ¿qué más le podían pedir a la vida? Eran jóvenes, estaban sanas, el trabajo les iba bien e iban a ser propietarias de su propio hogar.
Pero la sonrisa se les congeló en el rostro cuando vieron al hombre que estaba ante ellas.
– Gaby… — una temblorosa Marta no podía creer lo que veía — me dijiste que eras director de banco
– Puedo explicártelo — intentó acercarse un poco, pero ella se alejó
– Ya… y también puedes explicar que no me hayas llamado después de acostarte conmigo ¿verdad?
– Marta… baja la voz
– ¡No me da la gana! ¡Eres como todos! Tan sólo te interesa echar un polvo y después desaparecer
Marta estaba demasiado alterada, sus amigas no entendían por qué se había puesto así, es cierto que a nadie le gusta que la utilicen, pero conocían a su amiga y sabían que había mucho más que ellas desconocían.
– Disculpe señorita — una mujer de unos cuarenta años, morena y muy elegante se acercó hasta ellos — ¿hay algún problema?
– ¡Claro que lo hay! ¿acaso sabe usted qué clase de hombre tiene aquí trabajando? — Marta no podía dejar de gritar — este sinvergüenza me persiguió durante semanas hasta que acepté salir con él, me mintió y consiguió que me fuese a la cama con él y después si te he visto no me acuerdo
– Clara… te juro que no… — Gaby se disculpaba con la elegante mujer, estaba blanco como la leche hervida, pero ella no le dejó terminar la frase
– Ni una palabra más Gabriel o te saco los ojos — le dijo ella con frialdad — señorita, este hombre es mi marido y padre de dos hijos, no sé lo que la prometió pero no lo va a cumplir — Marta enrojeció de ira y vergüenza — lamento que se aprovechara de usted — se giró y encaró a su marido — en cuanto a ti… recoge tus miserias, tienes dos horas para abandonar mi casa y olvídate de los niños
Durante unos segundos las cuatro mujeres observaban como Gaby las miraba lleno de odio, pero no se atrevió a llevarle la contraria a su mujer, sabía que ella le haría la vida imposible. Miró a Marta por última vez y sonrió, al menos se había tirado a esa belleza.
Las tres amigas salieron de la correduría sin saber qué decir o qué hacer. Jamás se habían visto en una situación parecida. Caminaron sin rumbo durante algunas manzanas hasta que llegaron a una cafetería y sin necesidad de hablar en voz alta, entraron y pidieron unas copas de vino blanco. Necesitaban un poco de alcohol para manejar la situación. Una hora después, ninguna se atrevía a decir nada. Sara y Lucía no se atrevían a abrir la boca para no meter la pata, conocían a su amiga y si después de unas palabras incómodas en un cuarto de baño la habían tenido agobiada durante seis años, después de lo ocurrido con el mentiroso adúltero, estaban convencidas de que no lo superaría jamás.