1 de Febrero
- ¡Ya estoy cansada! — espetó a su amiga — si no espabila me busco a otro, me tiene muy harta
- ¡María! No seas así, Sergio trabaja muchas horas
- Claro… tú le defiendes porque es tu hermano, pero yo no acudo a ti por eso, se supone que eres mi mejor amiga
- Mira que eres petarda… te lo he dicho cien veces, tú y yo siempre seremos amigas, lo éramos antes de que empezases a salir con mi hermano y lo seguiremos siendo si alguna vez lo dejáis — dijo armándose de paciencia — Sólo te lo digo como amiga, sé que te quiere muchísimo María, es solo que las cosas en el trabajo están muy complicadas
- Celia… es la tercera vez que me deja tirada… tú dices que me quiere, pero yo no estoy tan segura… ¿por qué aún no se ha decidido a trasladarse a mi casa?
- Es un hombre — dijo su amiga encogiéndose de hombros — el mundo probablemente implosionaría si las mujeres fuéramos capaces de entenderles
Las dos amigas estallaron en carcajadas mientras se dejaban caer en la cama de María.
Celia miraba disimuladamente a su mejor amiga, lo que había dicho, lo decía totalmente en serio, ellas se conocían desde que eran compañeras en el jardín de infancia y siempre habían estado juntas, cuando en una cena de San Valentín dos años atrás, su hermano le pidió salir a María, ella no cabía en sí de gozo. Sabía lo que ambos sentían por el otro y se moría de ganas por interceder, pero tenía claro que dado el carácter de los dos, debería ser una decisión de ellos.
Dos años habían pasado ya desde aquella primera cita. ¡Cómo pasaba el tiempo! María y ella estaban a punto de cumplir los treinta años y su hermano tenía la friolera de treinta y cinco, no es que él fuese un vago que aún viviese con sus padres, es que su ex prometida, le había quitado hasta la dignidad.
Celia odiaba profundamente a la mujer que tuvo engañado a su hermano tanto tiempo y aunque las cosas entre su mejor amiga y él no funcionasen, siempre le estaría agradecida a María por todo lo que le ayudó en el peor momento de su vida.
María por su parte, no podía dar crédito. Estaba muerta de risa tirada en su cama con su mejor amiga poniendo de vuelta y media a su novio. El hombre del que llevaba enamorada toda la vida, desde la primera vez que le vio siendo una niña pequeña.
Se dejó llevar por los recuerdos y con los ojos cerrados veía en su cabeza cómo hace dos años, Sergio vestido con esmoquin se presentó en la puerta de su casa, con una rosa roja en la mano, una sonrisa llena de ilusión y una nota. “Estoy demasiado nervioso para hablar, pero me harías el hombre más feliz de la Tierra si aceptases a tener una cita conmigo en San Valentín”. Jamás iba a admitirlo, pero si antes estaba pilladísima con él, en ese momento se enamoró perdidamente.
Se llevaban cinco años y medio y pese a que ella se burlaba de él diciendo que era como Richard Gere, lo cierto es que ella sólo tenía ojos para él, había tenido citas con otros hombres, incluso salió con uno durante un par de años, pero a todos les comparaba con Sergio y todos salían perdiendo.
Cuando a ella le sucedía algo malo, acudía a su mejor amiga y era muy raro que su hermano no acabase uniéndose a ellas, cuando perdió a sus padres a la temprana edad de veinte años, Celia y Sergio fueron claves para que no se volviese completamente loca.
Al recordar el accidente de sus padres, una idea se formó en su cabeza.
- Celia… — el pecho le ardía solo de imaginarlo — si Sergio tuviese una amante y tú lo supieses me lo dirías ¿verdad?
- ¡No digas bobadas María! — quería a su amiga, pero a veces la ponía a prueba y la sacaba de sus casillas
- Estaba recordando el día que murieron mis padres, por aquel entonces, Sergio salía con la estirada aquella… la rubia siliconada
- Sí, lo recuerdo — dijo secamente Celia ¡vaya si se acordaba!
- Sergio pasó conmigo más tiempo que con ella y cuando le fue a buscar a casa de tus padres… las cosas que le dijo… es lo mismo que está haciendo ahora
María no se lo podía creer, amaba de verdad a Sergio y sabía que recuperarse de él sería casi imposible, pero ahora no era capaz de pensar en nada más, cuanto más lo pensaba más claro lo veía todo. No lo entendía, ¿cómo había podido cansarse de ella en tan sólo dos años? Para ella había sido como vivir en el Paraíso.
Le dolía todo el cuerpo y aunque se negaba a llorar, sentía que tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón le latía tan deprisa en el pecho que estaba segura de que en algún momento le estallaría por el dolor que sentía.
Celia estaba igual de mal que su amiga, pero no por los mismos motivos. Ella sabía que su hermano no tenía ninguna aventura y sabía por qué estaba molesta su mejor amiga, pero no era eso lo que la había hecho daño. Recordar como la asquerosa llena de silicona se aprovechó de Sergio casi la hace llorar.
Todos sufrieron mucho cuando Sergio descubrió de la peor forma posible que su novia le mentía y no solo eso, sino que le dejó sin nada. Ella se quedó con el piso que compartían y con el coche, él lo perdió todo. Sólo conservó el trabajo y porque su padre había intercedido por él. Por eso volvió a casa de sus padres, de ese fatídico día habían pasado ya tres años y gracias a María, Sergio volvía a ser el que era.
María se cansó de reprimir las lágrimas, pero lloraba en silencio mientras se dirigía a la cocina para hacerse un café.
- María — llamó Celia — no tiene ninguna aventura, te lo prometo
- Déjalo estar — ni siquiera podía mirar a su amiga
- Ten fe en él por favor. Sé que ahora mismo no crees ni una sola palabra, te conozco — le dijo girándola para poder mirarle a los ojos — María, sabes que te quiero y que jamás te haría daño. Si me enterase de que mi hermano tiene una aventura, yo misma le rompería la crisma. Sólo te pido que tengas fe
- No sé qué pensar… yo…
- Mira, sé que le quieres con todo tu corazón, no tienes que decirlo en voz alta… como te he dicho antes, te conozco
Las dos amigas se abrazaron y María lloraba desconsolada mientras Celia la escuchaba con el corazón encogido. Efectivamente, ella conocía a su amiga y sabía que cuando se ponía así no se podía hablar con ella, ni siquiera intentar consolarla, simplemente tenía que estar ahí.
Tres horas después, Celia salía del piso de su amiga con el corazón aún dolorido por verla sufrir tanto. No lo soportaba. Quería gritar a su hermano, decirle que se estaba equivocando que podría perderla si no empezaba a comportarse como un hombre de verdad.
María se sentía morir, le dolía todo el cuerpo, pero lo que más le preocupaba es que a cada segundo estaba más convencida de que sería capaz de perdonarle cualquier cosa a Sergio, si alguien sabía lo que dolía una traición, esa persona era él, sin embargo, parece que lo había olvidado. Y ella no estaba dispuesta a perderle por darle una lección.
Jamás había sido completamente feliz. Cuando tenía a sus padres no tenía a Sergio y ahora que tenía a Sergio no tenía a sus padres. La vida era una auténtica perra a veces.
Decidida a reconquistar a Sergio, se metió en el cuarto de baño y empezó a prepararse.
Celia ardía de ira. La llamada que acababa de hacer no había salido como ella esperaba. Le había pedido tiempo ¿tiempo? Tenía que estar de broma. ¿Acaso no conocía a María? Ella era la impaciencia personificada.
Tan enfadada estaba que no miraba por dónde iba hasta que puso un pie en la carretera sin mirar y un coche la golpeó, derribándola y haciéndole perder el conocimiento.
Sergio intentaba convencerse a sí mismo de que estaba haciendo lo correcto, que la llamada de su hermana no significaba nada, que estaba tan enfadada porque la afectaba mucho ver a María preocupada por algo.
Recordaba con una sonrisa el día que Celia lo dejó todo y le sacó del trabajo para que la llevase a buscar a María cuando se perdió en las carreteras de un pueblo de Tarragona. Tres horas de coche les costó encontrarla, pero por la sonrisa y el beso que le dedicó, él iría a buscarla al fin del mundo.
Por aquel entonces, él no tenía pareja y ella salía con un imbécil que la menospreciaba, pero le llamó a él, bueno, llamó a Celia, pero sabía que acudiría a su hermano, tenía que saberlo, siempre le avisaba cuando María sufría por algo.
Estaba convencido de que la mujer a la que amaba sabía a ciencia cierta que el hecho de llamar a Celia estando en apuros era como llamarle a él. Y las palabras no alcanzaban a explicar cómo le hacía sentir eso. Ella le buscaba a él.
Cuando el teléfono empezó a sonarle de nuevo casi quiso gritar de frustración, lo que más le gustaba en el mundo cuando no podía estar con el amor de su vida, era recordarla con todo lujo de detalles y la estruendosa melodía le había estropeado la fantasía.
- Dime mamá — dijo intentando controlar su enfado
- ¡Sergio! Vete ahora mismo al Hospital del Mar — las palabras de su madre salían a borbotones
- ¿Hospital?
- Es Celia, hijo, la han atropellado — dijo colgando el teléfono
El mundo se detuvo en seco para Sergio. No podía ser. Esto no podía estar pasándole a él. No podía perder a su hermana y lo último que le dijo no debían ser las últimas palabras entre ellos.
Un segundo más tarde estaba saliendo por la puerta mientras llamaba a María.
- Lo sé cariño, me ha llamado papá — adoraba que María quisiera tanto a sus padres — oí como te gritaba mamá
- María, dime que no te has subido al coche
- Estaba entrando en el garaje
- ¡No! ni de coña vas a conducir, espérame, llegaré ahí en diez minutos
- ¡Sergio!
- No discutas conmigo María, ¡haz lo que te digo y espérame! — gritó y colgó el teléfono
María no daba crédito, Sergio la había gritado y la había colgado el teléfono… jamás había hecho una cosa así. Llevaba esperándole más de dos horas y ¿ahora la gritaba y la colgaba el teléfono? Vale que el hecho de que Celia estuviese en el hospital le pondría nervioso. Eso podía entenderlo.
Sergio corría por las calles como alma que lleva el diablo. Tenía el coche a su disposición, pero con el tráfico de esas horas tardaría tres veces más que si iba corriendo. Además estaba en forma y apenas diez minutos de carrera no le supondrían un gran esfuerzo.
Sabía que gritar y obligar a María a hacer algo no había sido una buena idea, pero se lo compensaría más tarde, como todo lo demás de las últimas cinco semanas.
Pensar en su hermana y en el amor de su vida le dio energías para apretar el ritmo de la carrera. Cuando entró en el garaje de casa de María perdió el aliento y a su corazón se le olvidó como latir.
Ahí estaba. Apoyada en el coche al que tanto adoraba. Vestida para el pecado pese a parecer un ángel. El pelo que él tanto adoraba brillaba con fuerza al caerle sobre los hombros, con ese color chocolate que le reconfortaba hasta el alma, maquillada de forma sutil, un vestido demasiado corto, sus largas y fantásticas piernas y esos zapatos que a él le volvían loco de deseo.
No estaba bien aquello, su hermana estaba en el hospital y no sabía lo grave que era. Pero tampoco podía evitarlo. Era mirar a María y ponerse cachondo en cuestión de milésimas de segundo. No había una sola mujer en el mundo que le excitase tanto como ella.
María no entendía nada. ¿De dónde salía Sergio? Había entrado en el garaje y la miraba como si no la reconociese. ¡Por Dios bendito! ¡Que Celia estaba en el hospital!
- ¿¡Quieres hacer el favor de moverte para ir al hospital!? — le gritó
Pero Sergio no podía hablar. Era ridículo, cada vez que tenía algo importante que decirle a María se quedaba sin palabras. Así que hizo lo que ella le dijo y después de besarla castamente, le abrió la puerta del coche y la hizo sentarse en el asiento del copiloto.
Se puso al volante y se obligó a centrarse. El perfume de María le estaba nublando el juicio. Le recordaba a la primera vez que hicieron el amor, el recuerdo de aquella noche le estaba volviendo loco.
Pisó el acelerador a fondo y salió quemando rueda del garaje. Sabía que María le estaba mirando y que probablemente lo hacía estando muy cabreada por su forma de conducir a su “niño bonito” como ella llamaba a esa mierda de coche, pero es que se sentía muy frustrado por pensar en arrancarle el vestido a María cuando debería pensar en su hermana.
Llegaron al hospital y los dos bajaron del coche a toda velocidad. Los padres de Celia y Sergio ya estaban allí y por sus caras no eran buenas noticias.
Margarita, la madre de Celia, se abrazó a Sergio y a María llorando desconsolada y sin ser capaz de articular una palabra. Por su parte, Manuel, el padre, se mantenía apoyado en una pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y con la mirada perdida.
María y Sergio no entendían nada, querían respuestas, pero estaba claro que ninguno de los dos se las iba a dar. Cuando consiguieron que Margarita se tranquilizase un poco la llevaron hasta la sala de espera para que se sentase.
- Tú debes de ser Sergio — la voz de un hombre les sobresaltó a todos, Sergio se giró — mi nombre es Alberto, soy quien ha traído a tu hermana
- ¡Gracias, gracias, gracias! — María se tiró a su cuello y le abrazó con fuerza, provocando los celos de Sergio y sorprendiendo al desconocido
- ¡¿Pero qué coño haces?! — le espetó Sergio tirando de ella y estrechándola entre sus brazos
- ¡Sergio por Dios! Trajo a Celia al hospital — farfullaba María sin entender nada
- Lo siento. Empezaré por el principio — dijo el desconocido — me dirigía hacia aquí por una emergencia y no vi a la mujer que estaba cruzando hasta que fue muy tarde, lo lamento mucho
No pudo terminar la frase. Sergio le derribó de un puñetazo. Si ya había querido matarle al ver a María entre sus brazos, darse cuenta de que había atropellado a su hermana le dio un motivo.
No era muy consciente de lo que hacía, el tipo era bueno, lo admitía. Él llevaba años entrenándose en artes marciales y el cabrón le esquivaba aunque al menos le alcanzó un par de veces.
- ¡Sergio! ¡basta ya! — María gritó y se interpuso entre ambos
Nadie se había percatado de que les rodeaban un montón de ojos curiosos y expresiones aterrorizadas.
- Doctor Cifuentes — una enfermera se acercó con cautela y miró con desaprobación a Sergio — ¿se encuentra bien?
- Perfectamente — respondió Alberto sin dejar de mirar a Sergio — lo lamento muchísimo, fue un accidente y entiendo tu reacción, pero soy cirujano ortopédico y el que puede salvarle la pierna a tu hermana, así que no te conviene hacerme daño
- ¡No vas a tocar a mi hermana!
- No hay nadie más que pueda hacerlo
- Sergio… — María le miraba con los ojos llenos de lágrimas — por favor… sabes que Celia no soportaría no volver a salir con la bici, por favor…
A Sergio se le rompió el corazón. La mujer a la que amaba le miraba con los ojos llenos de terror, le tenía miedo a él y era culpa suya, se había comportado como un energúmeno y ahora ella estaba asustada.
No fue capaz de decir nada ni de hacer nada más que darse media vuelta e irse del hospital. Sin darse cuenta echó a correr.
Los padres de Celia no entendían nada. Tan pronto estaban siendo consolados por su hijo como éste se había lanzado a golpear a un desconocido que parecía ser médico. Margarita no se atrevía a preguntar… ¿acaso les habían dado la peor noticia de todas? Tanto ella como su marido Manuel estaban en estado de shock y no eran capaces de escuchar nada más que un incesante zumbido en los oídos.
María se sintió morir. Sergio la había dejado sola en un hospital. En el mismo hospital y en la misma sala de espera donde le dijeron que sus padres habían muerto. Se había ido y no había mirado atrás. El corazón apenas le latía y le costaba respirar. Veía cómo se movía la gente a su alrededor, les oía hablar, sentía sus miradas en ella, pero ella solo era capaz de mirar la puerta por la que el hombre al que amaba más que a la vida, había desaparecido.
- Señorita — alguien la cogió del brazo con ternura — lamento haber atropellado a su…
- Mejor amiga — dijo sin mirar — Celia es la hermana que siempre deseé — las lágrimas brotaron sin control, aun así se giró para mirar al doctor — nadie nos ha dicho como está
- Tuvo una conmoción y ahora la están estabilizando, por las pruebas que le han hecho parece que lo único importante es la rodilla derecha
- ¿Va a perder la pierna? — preguntó llena de temor, eso destrozaría a su amiga
- Si puedo evitarlo, no. Quería que me conociesen porque voy a ser yo quien se la arregle
- Lamento lo ocurrido doctor — María bajó la mirada y las lágrimas cayeron
- Deberían irse a casa, la operación tardará horas — dijo con una mirada llena de compasión
Manuel, que hasta entonces se había mantenido en un segundo plano, se dirigió entonces hacia el doctor y le ofreció la mano. Éste la cogió y apretó.
- Haga lo que pueda doctor — dijo mirándole fijamente
Después estrechó a María entre sus brazos y dejó que ella llorase desconsolada, él no era propenso a estas demostraciones de afectos, pero recordó el día que murieron sus mejores amigos y como una joven María lloraba sin parar en un rincón del pasillo de urgencias, el mismo que ahora podía ver al abrazarla.
Esa chiquilla era tan importante para él y para su amada esposa como sus propios hijos, había aprendido a vivir sin sus padres y no solo no se había echado a perder sino que encima había salvado a su hijo Sergio cuando la bruja con la que salía le destrozó el corazón.
Margarita se había acercado a ellos y los tres permanecían abrazados. Ninguno decía nada. Tan sólo estaban ahí los unos para los otros, aunque los tres estaban pensando en lo mismo, Sergio faltaba en este momento tan duro para ellos.
Las horas pasaban lentamente. Hacía mucho que los tres estaban sentados en la sala de espera sin hablar, sin mirar a nadie en particular y sin mirarse entre ellos. Tan sólo se agarraban de las manos.
Estaba anocheciendo según podían ver por las ventanas de la sala de espera. Ya llevaban casi cinco horas de operación y aún no les habían dicho nada.
- Familia Rosell — la enfermera que les llamaba les miró directamente y los tres se pusieron en pie casi de un salto — su hija ha salido con éxito de la operación, ahora mismo está en la sala de despertar, pero el cirujano les dará los detalles
- Gracias Silvia — el doctor estaba detrás de ella — la señorita Rosell descansa plácidamente, tiene que despertar de la anestesia pero todo ha sido un éxito, va a necesitar rehabilitación y seguramente le cueste varios meses recuperar la movilidad completa, pero estoy seguro de que será casi como si no hubiese ocurrido nada
- Gracias doctor — Margarita habló con él por primera vez — muchas gracias
- Saldrá adelante, no se preocupe señora, yo me encargaré de que no le falte nada
Dicho esto, se marchó costándole horrores no volver la vista atrás. La mujer que se había acercado a darle las gracias era una versión mayor de la preciosidad a la que acababa de operar.
No se lo podía creer, estaba tan ofuscado por el comportamiento de su hermano pequeño que se puso al volante del coche conduciendo como un loco y había terminado atropellando a esa mujer que ahora yacía dormida. Y en vez de fustigarse por haber sido tan irresponsable, sólo podía pensar en que era como la bella durmiente. Pelo rubio dorado, ojos azules, labios carnosos y piel de porcelana. Nunca una mujer le había causado semejante efecto.
Aún le dolían un poco las costillas por los golpes tan bien dados que su hermano le había dado y de los que no se defendió, se los merecía, joder, se habría golpeado él mismo de no tener que operar.
Cuando entró en la sala de despertar saludó cortésmente a la enfermera que vigilaba a los recién operados, no sospecharía nada, él solía visitarles minutos después de que saliesen de su quirófano. Se sentó a su lado y comprobó sus constantes. Estaba perfectamente estable.
Se forzó a no mirarla a la cara, sabía que no sería capaz de resistirse. Pero cuando escuchó a la enfermera decirle que se iba a ausentar unos minutos no pudo evitarlo, la miró, la acarició con los ojos y antes de darse cuenta de lo que hacía la besó dulcemente en los labios. Era como rozar la suave piel de un melocotón.
Quería darse otra paliza él mismo por lo que acababa de hacer y cuando oyó la sirena que avisaba de una urgencia salió disparado hacia el pasillo para no volver a besar a aquella joven tan hermosa.
Sergio estaba tan frustrado, tan desesperado que durante horas trabajó sin descanso. Al anochecer estaba tan agotado que se quedó dormido en el sofá nada más que se sentó en él. Las emociones vividas le habían destrozado el corazón.
En unos segundos había visto con sus propios ojos la peor de sus pesadillas, la mujer de su vida en brazos de otro y después el terror al mirarle por ver cómo agredía al médico que iba a operar a su hermana y como colofón final había abandonado a María en el mismo hospital donde murieron sus padres. Jamás iba a perdonarle. Acababa de joderlo todo y a lo grande.
Sabía que intentar explicárselo sólo conseguiría que ella se enfadase más y más y no podía culparla por ello. Era un redomado imbécil.
Celia abrió los ojos lentamente y una punzada de dolor la atravesó de la cabeza a los pies. Se sentía como si le hubiesen dado una paliza, intentó recordar algo pero su cabeza era un caos.
- Hola — la dulce voz de su mejor amiga la hizo suspirar, no estaba sola — no intentes hablar ¿vale? aún es pronto — el beso que recibió en la frente consoló a Celia — voy a avisar a papá y a mamá. Te quiero muchísimo Celia, nunca te lo digo, pero… ¡Dios! Me has asustado ¿sabes? No quiero perderte a ti también
Acto seguido salió de la habitación como un rayo mientras a Celia todo le daba vueltas. No acababa de comprender las palabras de su amiga y tampoco tuvo tiempo de pensar en ellas. Sus padres se abalanzaron sobre ella besándole y acariciándola con miedo y preocupación en los ojos.
Celia no entendía nada. Su madre hablaba rápidamente como hacía siempre que los nervios la podían. Algo de que la habían atropellado y algo sobre que su hermano no estaba… la costaba mucho pensar claramente. También dijeron algo sobre una operación… y ahí dejó de escuchar. No quería saber lo grave que estaba.
María se mantuvo en un segundo plano. Estaba feliz porque su amiga había despertado de la anestesia y no parecía tener dolor, sus padres estaban con ella y era en estos momentos cuando sentía que ella sobraba. Lentamente y en silencio salió de la habitación para dejarles a solas. Se dejó caer en una de las sillas del pasillo y echó la cabeza hacia atrás cerrando los ojos.
El doctor Cifuentes estaba deseoso de ver a su Bella Durmiente, se había pasado las últimas horas en un quirófano operando a un hombre y le había costado una barbaridad centrarse, unos ojos azules le perseguían. Quería disculparse, quería que ella le perdonase, pero sobre todo, quería volver a besarla. El deseo le estaba nublando el juicio.
Se acercó a la habitación y vio a su amiga sentada. Parecía totalmente abatida y el pánico se apoderó de él, su cerebro trabajaba a toda velocidad. No podía ser. La operación había salido bien y las enfermeras le juraron que se estaba despertando con normalidad, que no había signos de infección.
Corrió por el pasillo y entró en la habitación sin llamar siquiera. La vio sonriendo y si no estuviese agarrado a la puerta se habría caído de rodillas. ¡Dios! Esa mujer iba a volverle loco.
- ¡Doctor! — la voz de la madre le despertó de golpe
- Lo siento, pensé que lo mismo… su amiga está llorando en el pasillo — dijo torpemente acercándose a la cama — buenos días Bella durmiente — miró a la mujer en la cama y no pudo resistirse al cumplido — soy Alberto Cifuentes, el cirujano que te ha operado
- Y el que te atropelló — dijo seriamente su padre
- Sí, también fui el que te atropelló. Querría disculparme por ello
- Me llamo Celia — dijo con la voz más dulce que él jamás había oído — y puedes atropellarme cuando quieras
- ¡Celia por Dios! — Margarita no daba crédito, su hija pequeña era un caso
La carcajada que soltó Alberto le llegó al alma. Celia estaba segura de que no podía ser real. Era el hombre más impresionante que había visto nunca. Guapo a rabiar, el uniforme se marcaba los músculos por lo que deducía que estaba muy en forma, las manos eran grandes y eso la perdía, pero lo que la conquistó fue su rostro. Ojos verdes, pelo castaño, facciones marcadas y labios que invitaban a besarle.
Durante un rato el doctor habló con ella explicándole lo que le había hecho, ni siquiera se había dado cuenta de que sus padres habían salido de la habitación.
María reía a carcajadas cuando Margarita le había contado la respuesta que la loca de su amiga Celia le había dado al médico. Al menos algo tenía sentido en su vida. Celia estaba bien, si era capaz de flirtear con el cirujano nada más despertar de la anestesia, es que iba a recuperarse.
Una semana más tarde Celia estaba que se tiraba de los pelos. Ya no soportaba más estar en el hospital, lo único que la tranquilizaba eran las visitas diarias del médico cachondo. Ese que siempre la llamaba Bella Durmiente y que a ella la hacía sentirse de lo más especial.
Pero aunque intentaba centrarse en eso, le dolía demasiado el corazón. Su hermano no había ido a verla ni la había llamado y tampoco había hablado con María, no era capaz de entenderle, sabía que amaba a su mejor amiga, pero desde que protagonizó un episodio de “psicosis en el hospital” por lo que le habían contado, había desaparecido.
- Buenas tardes desgraciado — espetó nada más oír su voz al otro lado del teléfono
- Celia…
- ¡Hombre! ¡Al menos te acuerdas de mi nombre! — se cabreaba con él por momentos
- Lo siento
- ¿Lo sientes? ¡ah bueno! ¡Entonces todo perdonado… nada hombre tú a tú ritmo! — Sergio ni siquiera intentó interrumpirla, la conocía bien — eres el hombre más desesperante que he conocido jamás, además de ser un estúpido, arrogante, gilipollas y estúpido que jamás he visto
- Me has llamado estúpido dos veces
- ¡Anda! ¡Pero si tienes sentido del humor! Me encanta… le has destrozado el corazón a mi mejor amiga, tus padres están muertos de preocupación y ya no te digo como me siento yo, en vez de centrarme en el cirujano sexy que me ha operado y dedicarme en cuerpo y alma a que sea el padre de mis hijos tengo que preocuparme de que el capullo de mi hermano haga lo correcto de una vez por todas
- Celia — intentó decir algo, pero sin éxito, su hermana tenía razón
- Eres un estúpido Sergio, puedes negarlo si quieres, pero sé que amas a María y como sigas así, vas a perderla y entonces te juro por lo más sagrado que no sólo la perderás a ella, a mí también
- Ayúdame — esa palabra congeló a Celia, su hermano jamás pedía ayuda
- No te la mereces Sergio, te juro que no sé por qué está loca por ti, porque no te la mereces
- ¿Me ayudarás?
- No sé por qué motivo te quiero tanto, sigo enfadada que lo sepas — y sin decir nada más colgó el teléfono
Sergio sonreía cuando su hermana le colgó el teléfono, tenía un carácter imposible, era temperamental, divertida, audaz, sincera, descarada y siempre le ponía de los nervios, pero ¡Dios! Cómo la quería.
Llevaba una semana sin hablar con ella y ya se sentía perdido. Aunque el dolor que sentía en el pecho era por saber que lo había estropeado con María, ni siquiera le había llamado una sola vez, ni un mensaje ni nada. No tenía fuerzas ni para escuchar su voz por última vez.
Había ignorado las llamadas de sus padres y como ellos no sabían dónde estaba, no habían ido a visitarle. Y para colmo de males su hermana se había fijado en el cirujano que la había atropellado. Jamás entendería a las mujeres.
Celia sonreía al colgar el teléfono, estaba furiosa con su hermano, pero el hecho de que la hubiese pedido ayuda significaba que podría hacerle entrar en razón… no estaba segura de que podría hacer lo mismo con su mejor amiga y aunque la costaba admitirlo, su hermano necesitaba un correctivo.
Alberto escuchaba divertido las palabras de su Bella Durmiente. Estaba regañando a alguien y él se moría de ganas por que le hablase a él con ese cariño, estaba enfadada y aun así demostraba afecto, era muy extraño y le había cautivado. Llevaba una semana visitándola en cada minuto que tenía libre y cada vez le fascinaba más.
Se tapó la boca para no soltar una carcajada cuando la escuchó hablar de él, ¿ella creía que él era sexy? Eso le llenó de orgullo y extrañamente cuando ella mencionó tener hijos con él no quiso salir corriendo, sino que se permitió pensar en cómo serían esos bebés. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Él pensando en hijos? Su hermano se partiría de la risa.
Entró en la habitación y silbó a su paciente.
- ¡Vaya! mi Bella Durmiente está cada día más guapa — dijo divertido cuando ella se giró ruborizada
- ¡Hombre! Pero si es mi héroe — dijo riendo — ¡tú sí que estás bueno!
- Yo he dicho guapa… no buena — ella torció el gesto y él se moría de risa — para eso tendría que probarte — dijo provocadoramente
- Cuando quieras — ella apartó la sábana de golpe mostrando su cuerpo tapado por el fino camisón
Alberto reía con ganas. Bueno, reía por no llorar. Se moría de ganas de abalanzarse sobre ella y lamer hasta el último centímetro de esa piel blanca y delicada. En la última semana había descubierto que Celia era una auténtica provocadora, ya no sólo por los piropos descarados que le lanzaba o por las miradas y las sonrisas pícaras, sino por las cosas que hacía o decía sin darse cuenta.
Llevaba un par de días dándole vueltas a una idea, sabía que no era ético del todo, pero no podía dejar de pensar en ello, cada vez que oía hablar a alguna de las enfermeras sobre sus planes para San Valentín le entraban los siete males.
No entendía que le ocurría con Celia, él jamás había tenido problemas para estar con una mujer, pero su Bella Durmiente estaba poniendo a prueba su autocontrol. Sólo faltaba una semana para San Valentín y se ponía malo sólo de pensar que ella ya podría tener planes, aunque ningún hombre aparte de su padre había venido a visitarla. Ni siquiera su hermano.
Celia se derretía cada vez más con el doctor cachondo, cada vez que él decía “mi Bella Durmiente” ella tenía que morderse la lengua para no gritar “¡SÍ!”, inexplicablemente conseguía reprimirse.
María había observado como su mejor amiga miraba al médico. Celia la conocía como nadie, pero ella también la conocía mejor que su propia madre. Y sabía que este hombre se había ganado a su amiga, ya no sólo porque era terriblemente atractivo y sexy, sino porque el carácter de ella no le asustaba, lo que le ocurría a la mayoría de los hombres.
En los últimos días había conseguido dejarles cada vez más tiempo a solas distrayendo a los padres de su amiga, ella tenía el corazón destrozado pero ver a Celia volver a sonreír después de lo último que vivió con un hombre… al recordarlo un escalofrío la recorrió entera y los ojos se la encharcaron de lágrimas que consiguió reprimir.
María quería abrazar a su mejor amiga pero se giró en el pasillo y decidió volver a su casa. Se sentía sola, triste y le dolía demasiado el corazón, pero su amiga estaba viviendo un momento muy dulce y ella se negaba a estropeárselo. Celia merecía un hombre que la quisiera de verdad.
Al llegar a su piso hizo como cada día, se peleó con su conciencia. Necesitaba oír la voz de Sergio, le echaba tanto de menos que le dolía hasta el alma, se había quedado sin lágrimas de tanto llorar cada noche e incluso en el trabajo le habían dado un par de días libres.
Sólo quedaba una semana para San Valentín. Ella nunca había sido romántica y ese día nunca había significado nada para ella, hasta que Sergio apareció en su puerta pidiéndole una cita. Era su día favorito del año.
Con el corazón roto y llena de dolor y frustración sacó una caja del trastero y empezó a meter las pocas cosas que Sergio había dejado en su casa. Ahora entendía por qué apenas habían pasado tiempo juntos las últimas semanas, por qué ya casi nunca se quedaba a dormir con ella y por qué siempre terminaban discutiendo cuando ella le proponía mudarse. Sí, lo entendía, pero dolía y dolía muchísimo.
Cuando terminó de meter las cosas en la caja las lágrimas le llenaban el rostro y la pena le encogía el corazón, al principio se había propuesto perdonarle cualquier cosa, pero a medida que los días pasaban y Sergio no daba señales de vida, vio lo que ocurría. Él había rehecho su vida y ella sólo quería que él fuese feliz, por eso ni siquiera iba a pelear por él. Tan sólo le desearía una buena vida, aunque eso le costase la suya propia.
Sergio estaba pletórico, estos días sin María habían sido una pesadilla, pero había aprovechado el tiempo y había conseguido adelantar mucho la sorpresa que la tenía preparada, lo tenía casi todo preparado, hasta el último detalle. Lo que no sabía era como iba a conseguir hacerla ir hasta él.
Tres días más tarde, Celia sonreía feliz y encantada de la vida. Le daban el alta en el hospital y se iba para casa, con los cuidados de su madre y las visitas del doctor cañón estaba segura de que se iba a recuperar la mar de rápido.
- Mañana te vas a casa — la voz de Alberto la hizo estremecer
- Sí — le miró y sonrió
- Te voy a echar de menos ¿sabes?
Celia se quedó descolocada y por primera vez desde hace muchos años no supo qué decir. ¿Alberto se estaba despidiendo de ella? Ella no quería que esto fuese un adiós, quería que fuese un hasta mañana. Sentía algo muy intenso por el doctor y no era sólo la lujuria que la mantenía despierta por las noches, era algo más.
- He estado pensando en algo — dijo Alberto al ver su expresión de decepción — seguro que ya tienes planes, pero… me gustaría invitarte a cenar un día de estos — Celia sonrió y Alberto tuvo que contener las ganas que tenía de besarla
- Me encantaría cenar contigo, ¿tú serías el postre? — dijo guiñándole un ojo
- Quizá tú seas mi postre Bella Durmiente, ¿qué te parece el sábado?
Ella no podía creérselo, seguro que su doctor cachondo no se había dado cuenta, pero el sábado era San Valentín y para ella que soñaba con un amor de verdad, de esos de película esto era como una especie de señal divina.
- Me parece una idea fabulosa
- Te recogeré a las ocho — dijo acercándose a ella un poco más y Celia aprovechó para aspirar su olor, le encantaba su fragancia — toma mi número y envíame tu dirección Bella Durmiente
No pudo resistirse y la besó dulcemente en los labios, apenas fue un roce, pero todo su cuerpo ardía de deseo, sintió como tenía una erección tremenda y la vergüenza le hizo casi huir de la habitación cuando los padres de Celia entraban.
Celia miraba la puerta por donde había salido a las carreras su doctor al escuchar a sus padres a punto de entrar. Su madre le decía algo pero ella no estaba escuchando, los labios le ardían de deseo, sentía los pechos hinchados por la pasión y todo su cuerpo estaba excitado.
Al día siguiente, María esperaba en casa de Celia a que sus padres la llevasen. Le acababan de dar el alta y ella necesitaba verla, la había echado muchísimo de menos.
Nada más entrar por la puerta se lanzó a sus brazos y se abrazaron durante unos minutos, las dos lloraban y ambas sabían por qué. Margarita y Manuel las miraban emocionados, sabían que había problemas entre María y Sergio y pese a que habían querido intervenir, Celia les había obligado a prometer que no lo harían.
Las dos amigas se encerraron en la habitación que Celia usaba cuando era adolescente y hablaron durante horas. Bueno, más bien, María hablaba, Celia escuchaba y pensaba en cómo podía hacer para que su mejor amiga no se cerrase en banda. Quería a su hermano, pero cada día que pasaba le odiaba un poco más porque estaba haciendo sufrir a María innecesariamente.
El sábado llegó y todo se llenó de corazones rojos, de flores, de música, de palabras de amor y de buenas intenciones. María sentía ganas de vomitar. Jamás había estado tan triste, sólo quería que llegase la noche, meterse en la cama y no despertar, Celia le había hecho prometer que se vestiría para seducir y que las dos se iban a ir a cenar y a bailar, le había parecido una locura porque su mejor amiga llevaba un armazón en la pierna derecha, pero pese a todas sus excusas no pudo librarse.
Así que así estaban las cosas. El hombre al que amaba pasaría la velada con otra mujer y ella iría a cenar con su mejor amiga mientras le contaba lo sexy, divertido e inteligente que era el doctor Alberto Cifuentes. Planazo de San Valentín.
Celia estaba tan nerviosa que apenas pudo comer nada en todo el día. Su madre la había ayudado a vestirse para la gran cita con el doctor, por supuesto todos los vestidos que se había probado le parecían exagerados y ella tampoco se veía bien con el armazón de la pierna, pero tenía claras dos cosas, la primera que se iba a dar el lujo de sentirse atractiva y la segunda que si Alberto le daba la oportunidad, intentaría olvidar el pasado de una vez por todas.
Estaba ansiosa, muerta de miedo y temblando. Necesitaba a su mejor amiga, pero no podía contarle nada porque en teoría iban a ir a cenar juntas. Llamó de nuevo a su hermano para asegurarse de que haría lo correcto otra vez y volvió a regañarle cuando Sergio se quejó de que se preocupase tanto.
Sergio repasaba una y otra vez los detalles. Sólo faltaba una hora para el momento más decisivo de su vida y el corazón le martilleaba las costillas, parecía que le faltaba el aire y que todo podía mejorarse, pero ya no había tiempo. Había llegado el día y también la hora.
Según los planes María tenía que estar arreglándose para ir de cena con Celia, Sergio miraba el reloj y parecía que los minutos no pasaban.
María se miró de nuevo en el espejo y no daba crédito a lo que estaba haciendo, se sentía una auténtica hipócrita. Llevaba puesto un vestido que se había comprado para impresionar a Sergio, se había puesto sus tacones de aguja y se había arreglado para parecer una femme fatale.
Alberto Cifuentes llevaba esperando en su coche enfrente del portal de Celia desde hacía media hora. Era la primera vez que se ponía nervioso ante una cita y eso le irritaba mucho, no quería meter la pata con ella, Celia era especial y él quería ser especial para ella.
Finalmente se armó de valor y timbró. Justo en ese momento Sergio timbraba en la puerta de María.
Cuando la puerta se abrió, Alberto se quedó sin respiración. Su Bella Durmiente estaba realmente hermosa y una palabra se repetía una y otra vez en su conciencia. “MIA”. Le costó un par de segundos ser capaz de dar un paso al frente y besarla dulcemente en los labios. Ni quería ni podía resistirse.
- Estás preciosa Bella Durmiente — le susurró al oído
- Y tú estás increíble mi héroe
Alberto cogió en brazos a Celia mientras ésta reía encantada y se despedía a gritos de sus padres. Bajaron en el ascensor y la metió en el coche con tal delicadeza que Celia se derretía más a cada segundo que pasaba en sus brazos.
Con la mirada fija en la carretera, el pulso acelerado y una tremenda erección, Alberto intentó conducir de forma relajada, pero no podía, el perfume de Celia inundaba sus fosas nasales y le estaba volviendo loco de deseo. No le había dicho dónde iba a llevarla y rezaba a todos los dioses para que ella no se negase.
Celia no entendía nada. Alberto estaba aparcando en el garaje de un edifico. Se suponía que iban a ir a cenar… y entonces cayó en la cuenta. ¿La estaba llevando a su casa? los nervios se apoderaron de ella y el pánico le atenazó la garganta, tuvo que reprimir las ganas de gritar para que alguien la ayudase.
El doctor bajó rápidamente del coche y cuando abrió la puerta del coche vio como Celia se estremecía.
- Celia… ¿qué ocurre? — preguntó con cierto temor en la voz
- Yo… no estoy segura de esto — dijo muerta de vergüenza
- ¿No quieres cenar conmigo?
- Si… pero pensé que lo haríamos en un restaurante, no en tu casa
- Lo siento, quería tenerte para mí solo, sin un millón de ojos mirándote, ¿te asusta estar a solas conmigo? — ella asintió levemente y a él se le paró el corazón — jamás te haría daño, si prefieres que te lleve a casa lo haré
- No… yo… solo… no me presiones, por favor
- Jamás lo haría
La cogió en brazos y le llevó hasta el ascensor, llegaron a su ático y la posó en el enorme sofá suavemente. Un instinto de protección totalmente desconocido se había apoderado de él, a su preciosa Bella Durmiente le habían hecho daño y él sentía la necesidad de matar al cabrón que se hubiese atrevido a hacerlo.
Celia intentaba controlar su miedo, pero ver como Alberto se tensaba a cada segundo más y más no se lo estaba poniendo fácil. ¡Dios! ¡Cómo necesitaba a María ahora mismo! Ella sabría decirle aquello de: “Celia, la vida se vive una vez, el miedo no te va a salvar de las cosas horribles pero sí que te impedirá ser feliz”. Siempre conseguía consolarla con esas palabras, el abrazo y el beso que las acompañaban también ayudaban.
Alberto veía como Celia se alejaba de él y todo su cuerpo se llenó de rabia, sentía ganas de matar a quien la hubiese herido de esa forma y su mente se llenó de imágenes aterradoras. Pero finalmente consiguió tranquilizarse lo suficiente como para sentarse a su lado y besarle en la mejilla.
Con ese pequeño contacto algo se desató dentro del pecho de Celia. El corazón le latía a toda velocidad y sintió un latigazo de placer atravesándole el vientre. Cerró los ojos y se dejó llevar. María tenía razón, el miedo a que la historia se repitiese no debería impedirle vivir la vida a tope.
Se lanzó a los brazos de Alberto y le besó con una pasión desconocida para ella. Él no se lo pensó dos veces y aceptó el regalo que ella le ofrecía, sabía que lo hacía por algún motivo y eso le tenía loco de celos y rabia, pero también era consciente de que ella sabía que era él con quien estaba y se sentía lo suficientemente a salvo como para lanzarse a besarle.
Antes de que pudiera darse cuenta, Celia le había arrancado los botones de la camisa y le acariciaba mientras se apoderaba de él. Y él se lo iba a permitir, al menos al principio.
- ¡Dios! Estos abdominales no pueden ser reales — su comentario le hizo reír
- Lo son, te lo prometo — respondió Alberto antes de morderla el labio inferior
- Dímelo — algo dentro de él le dijo lo que ella quería y el corazón se hinchó de orgullo
- Mi Bella Durmiente — le susurró en el cuello antes de morderla y besarla
Celia gimió muerta de deseo y empezó a desabrocharse el vestido, la rodilla la estaba doliendo una barbaridad pero no quería poner fin a este momento, sabía que si lo hacía no sería capaz de volver a intentarlo.
Alberto cedió un segundo ante su instinto de médico y se dio cuenta de que la postura en la que estaban tenía que estar martirizando a Celia, que lejos de quejarse seguía besándole con pasión.
Detuvo el beso y la cogió en brazos, la llevó a su habitación y la depositó sobre la cama.
- Puedes decir no cuando quieras, pararé y haremos solo lo que tú desees Celia, yo solo quiero estar contigo
- ¿Lo prometes? — preguntó esperanzada
- Te lo prometo mi Bella Durmiente — dijo antes de desabrocharse los pantalones
Se quedó sólo con los calzoncillos y se lanzó sobre el cuerpo de Celia, pero sin hacerla daño. Coló una de sus manos por la espalda y empezó a bajarle la cremallera mientras la besaba en el cuello, ella le acariciaba la espalda y cuando enredaba los dedos en su pelo, el deseo se apoderaba de él y hacía que su erección latiese exigiendo atención.
Una vez que la tuvo desnuda se permitió unos segundos para observarla detenidamente, se fijó en una cicatriz a la altura del pubis y su parte de médico de urgencias se puso alerta. No era una cicatriz de operación, era otra cosa.
Celia se dio cuenta de lo que ocurría y se tensó de inmediato.
- Para por favor — suplicó — no sigas mirándome así, te lo suplico — dijo tapándose la cara
- Celia, mírame — le separó las manos con cuidado — lo siento. Me he dejado llevar, perdóname por favor
Ella le miró con temor en los ojos y a él se le partió el corazón. Nadie tenía derecho a hacerle daño a su mujer, se sorprendió de su propio pensamiento pero se sentía a gusto con ello. Celia era suya y se iba a dedicar en cuerpo y alma a hacerla feliz y a borrar el miedo de su mirada.
La besó con ternura y ella aceptó el beso, poco a poco se dejó llevar por sus suaves caricias y ambos se abandonaron a la pasión, al ardor y a la ansiedad que sentían el uno por el otro.
Cuando Alberto la penetró con tanta calma como fue capaz, ella se estremeció en sus brazos y se aferró fuertemente a sus brazos, él la besó y le susurró al oído bellas palabras para describir lo que sentía por ella consiguiendo que se derribasen todas sus defensas y que todos sus temores quedasen completamente pulverizados.
El orgasmo la sorprendió tanto que estuvo a punto de quedarse quieta a la espera de que se detuviese, pero Alberto se encargó de hacerla disfrutar hasta que se rindió a lo que sentía y se deshizo de placer ante él, lo que le precipitó al clímax a él también.
- Te lo creas o no, no tenía pensado que la noche transcurriese así — le dijo al oído — pero no lo cambiaría por nada. Eres muy especial Celia — le dijo mientras la besaba
- Y tú también
- Pasa la noche conmigo, por favor — ella le miró a los ojos — de hecho, por mí como si no quieres irte nunca — Celia no se atrevía a decir nada — es pronto, es precipitado, no nos conocemos apenas y seguro que piensas que estoy loco — ella seguía mirándole sin atreverse a decir nada — pero te juro que jamás en mi vida he sentido nada parecido con una mujer y no quiero dejar de sentir lo que siento estando contigo
- No sé qué decir… — tartamudeó Celia
- Di que sí
Pero antes de darle la oportunidad de responder se lanzó a sus labios otra vez y empezó a besarla con veneración. Sabía que la había asustado y se prometió convencerla de que se quedase con él, aunque fuese a base de sexo, caricias, besos y palabras dulces.
Siempre se había guiado por los impulsos del corazón y jamás se había arrepentido de sus decisiones. Y su corazón clamaba a gritos que nunca se alejase de esa mujer que le hacía sentirse vivo cuando sonreía.
Cuando María abrió la puerta casi se desmaya. Sergio estaba frente a ella, más guapo que nunca, con un esmoquin como aquella noche de hace dos años, con una sonrisa en los labios y un sobre rojo en la mano.
Le temblaban las piernas y no sabía si reír o llorar. Ya había perdido la esperanza de recuperarle y de hecho se había pasado las últimas dos horas llorando al imaginarle en brazos de alguna mujer agradecida por sus atenciones.
Sergio se quedó mudo. María estaba radiante, hermosa como nunca. Llevaba un vestido rojo terriblemente sensual que acariciaba sus curvas y se sintió celoso del pedazo de tela. El pelo suelto ligeramente ondulado, los labios brillantes pidiendo un beso y los ojos llenos de luz. ¡Dios! Como la amaba. Rezó para que ella cogiese el sobre que le ofreció y cuando ella estiró los dedos temblorosos quiso abalanzarse sobre ella.
María cogió el sobre rojo de su mano y le costó horrores no echarse a llorar allí mismo. Todo su cuerpo temblaba por la emoción, el corazón le latía tan deprisa que se sentía a punto de tener un infarto.
“Estoy demasiado nervioso para hablar, pero me harías el hombre más feliz del mundo si accedieses a ser mi mujer. Hace dos años ya sabía que te amaba más que a mi vida, pero no tenía nada que ofrecerte, hoy te ofrezco un hogar y mi corazón en bandeja, no poseo nada más. Por favor mi amor, di que sí”.
María alzó la vista y vio a Sergio con una rodilla en el suelo y mostrándole un precioso solitario en una cajita de ante rojo.
Las lágrimas le anegaron los ojos y las piernas le cedieron, cayó al suelo de rodillas y se lanzó a los brazos del hombre al que amaba más que a su vida, a ese al que creía que había perdido y que ahora estaba frente a ella pidiéndole matrimonio.
Ambos se dejaron llevar por la pasión del momento y se olvidaron de donde estaban. Ella le sacó la camisa del pantalón y se deleitó acariciando el firme torso de Sergio que se derretía con el tacto de las uñas de su mujer en la piel, le acarició los muslos y coló sus manos bajo el vestido hasta que llegó a sus caderas.
Ella le obligó a tumbarse en el suelo y se alzó para desabrocharle los pantalones. Sergio ardía de deseo. No era capaz de ver nada más que el cuerpo de María. Le arrancó el tanga de un tirón y cuando ella gimió la erección se clavó en ella de una sola estocada.
Ambos gimieron y ella empezó a cabalgarle con tanta pasión y tanto ardor que él se sentía morir. Las palabras de su hermana le taladraron el cerebro. “No la mereces, Sergio y si sigues así vas a perderla para siempre”.
La ira se apoderó de él y se levantó llevándola a ella con él mientras seguía clavado en su interior, la metió dentro del piso y cerró la puerta de una patada justo antes de tumbarla en el suelo de espaldas y sujetarle las manos por encima de la cabeza.
- Te quiero más que a mi vida María, no puedo vivir sin ti mi amor. Di que sí — entre palabras empujaba dentro de ella y el deseo le consumía
- ¡Sí! — María gritaba con cada empujón de Sergio muerta de deseo y de una paz como no había sentido nunca, el amor de su vida había vuelto a ella
Sergio siguió poseyendo con fuerza a la mujer de sus sueños y cuando estaba a punto de correrse se obligó a mirar a otra cosa que no fuese la cara de María, porque verla excitada y ansiosa por él le lanzaría al clímax y quería que ella disfrutara.
Entonces fue cuando vio la caja con sus cosas y se detuvo en seco.
- ¿Esas son mis cosas? — le preguntó mientras salía despacio de su cuerpo y ella asintió — ¿ibas a dejarme? — el dolor le partió el corazón y la erección se bajó de repente
- No — le miró fijamente a los ojos, sabía lo que se jugaba — iba a dejarte libre — él la miró lleno de dolor y ella se estremeció — Sergio, pensé que ya no me querías, pensé que habías encontrado a una mujer que te mereciese más que yo y pensaba que con ella serías feliz
- No lo entiendo — dijo él sintiéndose vacío por dentro
- ¿No lo entiendes? — él negó con la cabeza y una lágrima rodó por el rostro de María — te quiero tanto que prefiero que seas feliz con otra antes que infeliz conmigo, sé que jamás superaré que te alejes de mí, pero prefiero morir antes que ser la causa de tu sufrimiento. Apenas hemos pasado tiempo juntos y parecía que no querías estar conmigo
- He comprado una casa para ti y he estado haciendo los muebles y decorándola para que tuviésemos un hogar
- Creía que no me querías, no pensé que… — empezó a llorar por la emoción — lo siento, lo siento mucho
Sergio no pudo decir una sola palabra más, abrazó a la mujer que amaba y la besó con auténtica adoración. No existía en el mundo una mujer más perfecta, buena, dulce y noble que la que tenía entre sus brazos.
Tras unos besos y unas caricias, el deseo volvió a apoderarse de ellos y esta vez Sergio tenía claro que la iba a hacer gritar su nombre. Y así fue. María se volvió loca con los movimientos de caderas de Sergio, éste la penetraba con fuerza y ella sentía que la iba a partir por la mitad.
El orgasmo se formó en su vientre y gritó el nombre de Sergio mientras se dejaba caer en el abismo de placer que él le hacía sentir, un segundo más tarde él se abandonaba al placer tan intenso que ella le provocaba.
EPILOGO
Un año más tarde tanto María como Celia estaban nerviosas. No terminaban de creerse lo que las estaba ocurriendo. María estaba vestida de novia, absolutamente radiante y tan feliz que los ojos le brillaban con fuerza y la sonrisa no abandonaba su rostro.
Celia era su dama de honor y miraba a su mejor amiga y ahora hermana con tanto cariño que casi había perdonado a su hermano por hacérselo pasar tan mal.
Era el día de San Valentín, como no podía ser de otra forma. María no había creído en ese día nunca, pero él estaba decidido a hacerla cambiar de idea, por eso los momentos más intensos y emocionantes de su vida los había planeado para ese día. Hacía tres años empezaron a salir juntos, el año pasado se mudaron a la casa que él compró para ella y se prometieron y este año se casarían. La vida era perfecta porque María estaba en ella.
Alberto estaba especialmente nervioso. Sergio y él se habían hecho grandes amigos y entrenaban juntos habitualmente fortaleciendo aún más esa amistad, pero tenía una pregunta que le ardía en la garganta y no sabía con quién podría hablar. Conocía a Sergio y sabía que en lo que concernía a su hermana se pasaba de protector, pero era su amigo y necesitaba su consejo.
- Estás fantástico amigo — le dijo palmeándole el hombro — ¿nervioso?
- Tanto que si no aparece en ese pasillo en diez segundos puede que eche fuego por la boca — observó a su amigo y se dio cuenta de que algo le ocurría — ¿qué te pasa?
- Amo a Celia — dijo con un suspiro
- Lo sé — Sergio estaba muy confundido
- ¡Dios! No sé cómo decir esto Sergio — cogió aire y continuó — quiero pedirle que se case conmigo, cada día temo que se aleje de mí y me está consumiendo
- Entiendo
- ¿No me vas a decir nada más? ¿A pegarme o algo? — preguntó molesto y Sergio soltó una carcajada al recordar el día que se conocieron
- Hoy es San Valentín. Un día estupendo para hacer una proposición así
Ambos amigos se abrazaron con fuerza y tras el emotivo momento compartido volvieron a sus puestos, la música empezó a sonar y María y Celia hicieron su aparición estelar.
A Sergio se le secó la boca al ver como su mujer avanzaba por el pasillo vestida de blanco, sonreía y le miraba con tanto amor en los ojos que le hacía sentirse humilde y muy afortunado. Cuando llegó a su lado no se reprimió y la besó con deseo hasta que el sacerdote le llamó la atención.
Los invitados les silbaban y aplaudían mientras hacían sutiles bromas.
Al terminar la ceremonia, volvió a besarla, se moría de deseo por su mujer y no veía la hora en la que estarían a solas para venerarla como ella se merecía. María se derretía entre los brazos de Sergio, cada vez que él la besaba, su corazón estallaba de felicidad y casi no podía soportarlo. Se sentía tan dichosa que no podía dejar de reír.
Alberto cogió a Celia de la mano y la llevó hasta el jardín trasero de la iglesia. La estrechó fuerte entre sus brazos y la besó con todo el amor que sentía dentro.
- Te quiero mi Bella Durmiente, eres el amor de mi vida y no soporto pensar que algún día no estés a mi lado cuando despierte
- Eso no va a pasar — Celia no entendía lo que le ocurría al hombre del que se había enamorado locamente
- Entonces demuéstramelo, di que sí
Se arrodilló en el suelo y le mostró un solitario precioso que la dejó sin palabras y llorando como una niña pequeña. Necesitó varios segundos para recuperarse del shock de la pregunta que deseaba con todas sus fuerzas.
- ¡Claro que sí doctor cachondo! — dijo lanzándose contra él y derribándolo — te quiero muchísimo Alberto
- Eres mía Celia
- Para siempre
Dejándose llevar por la pasión se besaron en el césped y no se dieron cuenta de que estaban siendo observados por todos los invitados de la boda, incluidos los novios.
Cuando se levantaron del suelo, todos empezaron a aplaudir y a silbarles, ambos se ruborizaron pero estaban pletóricos de felicidad.
- ¡Felicidades pareja! — María se lanzó a los brazos de Celia — bienvenido a la familia — le dijo a Alberto con una sonrisa en los labios
FIN